El señor Porcel estaba una noche sentado con una señorita en un banco del parque. De pronto, le tomó tiernamente las manos, y le dijo:
—Te quiero, Matilde.
Matilde se sonrojó ligeramente, y bajando los ojos; le respondió:
—Yo también.
—¡Caramba! —murmuró contrariado el señor Porcel—. Las cosas empiezan a complicarse.
—¿Cómo dices? —preguntó Matilde, que creía no haber entendido bien.
—Que si tú me quieres, las cosas se complican.
—¿Que las cosas se complican? ¿Por qué? —interrogó asombrada Matilde.
—Escúchame, querida —explicó el señor Porcel—. Si yo te quiero, todo es muy simple y va muy bien; pero si tú también me quieres, es un lío. Tendríamos que ponernos de novios.
—¿Y tú no quieres que nos pongamos de novios? —preguntó Matilde. —¿De novios? —rió estrepitosamente el señor Porcel—. ¡No, por Dios! ¿De dónde has sacado eso?
—¿Pero no dijiste que me querías ? —balbuceó Matilde.
—¡Claro que te quiero! —exclamó el señor Porcel—. Pero también quiero a mi perro, y no por eso voy a ponerme de novio con él. ¿Tú te pondrías acaso de novia con mi perro?
—¿Yo de novia con tu perro? —tartamudeó confundidísima Matilde—. No, con tu perro no.
—¡Claro! ¡Con mi perro no! —gritó el señor Porcel—. ¿Se puede saber entonces con qué perro te pondrías de novia?
—Con ninguno —murmuró hecha un lío la mujer—. A mí no me gustan los perros.
—¿Y los hombres? ¿Te gustan los hombres, acaso? —chilló el señor Porcel.
—Sí…, los hombres sí —dijo Matilde, que ya no sabía lo que decía.
—¿Y tú crees, descocada, que yo podría ponerme de novia con una mujer que anda detrás de todos los hombres? —gritó enfurecido el señor Porcel—. ¡Perdida! ¡Loca perdida! Es inútil. Todas las mujeres son una locas, y yo ni aunque me maten me pondré de novio con una loca.
Y el señor Porcel, furioso, se levantó del banco, dejó plantada a su amiga, entró en un bar y le dijo al mozo:
—Quiero ahogar mis penas. Sírvame una copa de “Chinato Rojas”.