En enero de 2013 Landrú cumplió 90 años y Juan Sasturain, editor de Página/12 por ese entonces, le dedicó una nota genial, que aquí compartimos con ustedes.
En estos días cumplió noventa años Landrú. Hasta no hace tanto todavía publicaba sus chistes sueltos en Clarín, sus columnas de humor con dibujitos. Ahora ya no. Retirado no sé si por voluntad propia o por la vida –no conozco a Juan Carlos Colombres, nunca tuve la suerte de cruzármelo–, hizo mucho de y por el mejor humor gráfico argentino durante sesenta años. Más precisamente, desde el ’45 a mediados de la década pasada. Calculen lo que significa para una vida personal, para la historia del país y para los cambios de la sociedad, entendidos como materia prima e ingredientes, fuentes del humor propio y colectivo. Casi, casi es demasiado. Sin embargo, a él, por lo menos durante medio siglo, nunca le sobró la realidad. A veces le quedó chica, pero nunca le quedó holgada.
Landrú no está olvidado ni hay nada que “rescatar”. No es la idea, a menudo tramposa. En las últimas dos décadas le han hecho reiterada justicia a su talento, le han dado la oportunidad de contar y contarse. Cualquiera que vaya a una librería de viejos de las que nos gustan, o consulte las ofertas de usados por Internet, encontrará las inteligentes lecturas y cuidadas antologías que le dedicó Edgardo Russo en los noventa: un libro sobre Tía Vicenta y una Autobiografía trucha. Cualquiera que lo tipee en Google (más allá de las barrabasadas de Wikipedia) encontrará algunos textos imperdibles –todos hechos, curiosamente o no, por chicas muy perspicaces–, como la agudísima nota con reportaje comentado que publicó María Moreno en el ’99 en Radar; una entrevista extensiva e intensiva de Ana Da Costa y otra –una de las últimas, supongo– que le hizo Ana Larravide en el 2004, también en este diario en el que nunca dibujó.
Es sabido que, liberal de los genuinos en vida y obra, Colombres ha sido siempre un hombre –le gusta decir– de extremo centro. Comparte el espacio y cierta mirada de elegante escepticismo con tipos tan distantes y talentosos como Lino Palacio y Divito, maestros para los que trabajó, a los que no se parecía en nada y de los que se abrió cuando debía para hacer lo suyo. En perspectiva, lo mejor de Landrú y el momento de su apogeo creativo y de sintonía fina con la sociedad de sus lectores fue la docena larga de años que van de la aparición de Tía Vicenta al cierre, a fines de los sesenta, de alguno de sus últimos avatares. Cuando con el cambio de década irrumpen Satiricón y Hortensia, ya están tocando otra canción.
Como uno no ha dejado de acordarse de Landrú más de un par de veces y lo escrito alguna vez escrito está para siempre, acaso sólo valga la pena en esta coyuntura celebratoria no volver a hablar del origen de la revista y del personaje Tía Vicenta, de la clausura de Onganía en el ’66, de sus relaciones con políticos del llano y presidentes siempre a punto de caer, y tampoco de sus increíbles dotes de observador de la realidad social, siempre sabiamente distorsionada. Porque es demasiado dicho y sabido que Landrú no sólo superó el costumbrismo desde el delirio y reinventó el humor político tras el paréntesis obligado del peronismo, sino que inauguró sin red y con Oski un dibujo extraño, hizo profesión consecuente del cultivo del absurdo (el inconcebible Señor Porcel) e inventó el más oscuro humor negro e inteligente con La familia Cateura. No vamos a repetir que ésas son pequeñas obras maestras absolutas.
Lo que sí vamos a hacer en este aniversario de Landrú –que no nació el día que ajusticiaron al homónimo viudo serial francés como maldicen las biografías, aunque cayó muy cerca– es señalar dos o tres cosas no tan dichas o subrayadas.
Primero que nada, su condición de innovador, de creador de líneas heterodoxas tanto en la factura del dibujo como en el carácter mismo del humor argentinos de su tiempo. En el trazo, asimilando las enseñanzas de Saúl Steinberg –Todo en líneas se editó muy tempranamente en Buenos Aires, prologado por Nalé Roxlo, Chamico, en 1945– en la misma dirección de dibujo “ingenuo” que inaugurara Oski pocos años antes en la misma revista Cascabel. No era fácil “dibujar así” en esa época. En el carácter del humor, Landrú innovó buscando inspiración y afinidades con cierta línea satírica italiana que irrumpió durante el fascismo y, además, mirando de frente o de reojo la ferocidad apenas asordinada en el dibujo y los textos de los autores de La Codorniz en la España franquista. No había nada de eso en el humor argentino hasta Landrú. Y supo darle, a esas referencias primeras, carácter propio.
En segundo lugar, es notable su generosidad, su actitud abierta y su aptitud para reconocer nuevos talentos y modalidades del humor en los medios que le tocó comandar. La lista de autores sería interminable, pero –limitándonos al primer tramo de Tía Vicenta– sólo Landrú podía darles espacio a un Copi apenas adolescente, para que hiciera lo que ya hacía, a un Carlos del Peral para que escribiera sin techo, a Catú, a Manucho o a Newens para que dibujaran tan raro. Y así el resto. Es impresionante: literalmente “todos” pasaron por ahí.
Finalmente, y como resultado de todo lo anterior, cabe integrar a Landrú en una serie informal de autores –escritores y dibujantes, como él– que a lo largo de algo más de veinte años, entre los cuarenta y los sesenta, desarrollaron, cada uno a su manera y al margen del costumbrismo o el mecanismo de los estereotipos congelados vigentes en las revistas de humor y las contratapas de los grandes diarios, un tipo de humor diferente. Reflexivo y salvaje a la vez, sutil y contundente, que no le temía al absurdo o a la apelación a la sorpresa o al non sense. En mayor o en menor medida, Landrú comparte ese espacio con el malogrado Wimpi –primero lo ilustró y después lo reemplazó en su columna de Vea y Lea–, con la dupla insuperable de Oski y César Bruto de Versos y Notisias y tantas cosas más, con el Brascó del suplemento Gregorio y con el Copi de La mujer sentada.
No sé a qué conclusiones habría llegado, a esta altura de la cuestión, Rogelio, el hombre que razonaba demasiado, su personaje inspirado en el entrañable Pajarito García Lupo. El imparable Rogelio se habría ido por las ramas hasta el absurdo, supongo. Desde ya, adhiero a ese gesto falsamente explicativo y sé que a Landrú –si se asomara a este recuerdo de cumpleaños– no le resultaría inconveniente.
Si no es así, que El señor Porcel y el temible carnicero Cateura me lo demanden.
Juan Sasturain nació el 5 de agosto de 1945 y dedicó su vida a las Letras. Escritor, periodista y guionista de historietas, fue director de la mítica revista Fierro; trabajó en Clarín, La Opinión y Página/12; y fue jefe de redacción de las revistas Humor y Superhumor. Desde enero de 2020 es Director de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno.