—¡Júrame, amada mía, que nunca te casarás conmigo!
—Lo juro. querido. ¡Nunca me casaré contigo!
—¡Oh, tesoro! ¡Qué feliz me haces!
—¡Pensar que nunca viviremos juntos!
—¡Qué alegría, Felipe de mi alma! Así nunca te reprocharé si llegas tarde a casa por haberte quedado en el café con tus amigos.
—¡Qué felicidad, Matilde! Nos libraremos del horrible día del casamiento, del gasto en el departamento.
—¡Eso! ¡Con lo caro que están los muebles!
—¡Y la ropa de cama y la vajilla!
—¿Y qué me cuentas del traje de novia? ¡Qué maravilla eso de no casarnos!
—¡Y no tener suegros!
—¡Qué felicidad, amada mía, poder dormir tranquilo, sin que me tires las frazadas para tu lado!
—Y poder leer todas las noches sin tener que apagar la luz porque te molesta.
—¡No sabes lo contento que estoy en que no nos casemos! ¿Siempre no me querrás así?
—Sí. Siempre no te querré así.
—¿Qué te parece si festejamos este acontecimiento no dándonos un beso?
—Bueno, amor. No nos besemos nada.
—¡Qué placer! Este beso que no nos dimos no lo olvidaré nunca.
—Ni yo tampoco.
—Lo mejor de no casarnos es que nunca podremos divorciarnos.
—¿Cómo? ¿Piensas en que nunca nos podremos divorciar? Yo soy partidaria del divorcio.
—¿Tú partidaria del divorcio? Yo no.
—¡Qué lástima! Entonces, ya que no estamos de acuerdo, tendremos que casarnos.
—¡Es una verdadera pena! Bueno, me voy a encargar las participaciones de la boda.